sábado, 21 de noviembre de 2015

 Salvador Freixedo
HOLOCAUSTOS Y HECATOMBES PARA CALMAR A LOS DIOSES
Estas criaturas de otros niveles del cosmos son capaces de captar, por lo menos en parte, la energía y las ondas o vibraciones que libera la materia viva al desintegrarse. Hemos llegado a la conclusión de que esta energía les proporciona gran placer, y por eso la han buscado siempre –y la siguen buscando hoy— valiéndose para ello de mil estratagemas. Si tuviésemos que explicarlo con un ejemplo, diríamos que las termitas solo le sacan provecho a la madera cuando se la comen, mientras que un animal superior –en este caso, el hombre—, a esa misma madera también le saca provecho, pero no comiéndosela, sino de mil otras manera totalmente ininteligibles para las termitas; e incluso le saca provecho quemándola; porque la madera, al quemarse, emite calor y aroma, cosas que, si bien no interesan para nada a las termitas –y hasta podrían ser mortales para ellas—, son grandemente apreciadas por los humanos.
Cuando la materia viva, sea esta animal o vegetal, muere lentamente, es decir, tras un proceso natural de envejecimiento, esta energía vital se va desprendiendo muy poco a poco desde mucho antes del momento final, y por eso es más difícilmente captable y aprovechable por aquellos que tienen la capacidad de hacerlo; sin embargo, cuando el ser vivo está en toda su pujanza, y por una causa u otra, muere violentamente (tal como sucede cuando un ser es degollado), o se desintegra de una manera rápida, entonces toda esa energía vital sale como en torrente y es mucho más fácilmente captable y aprovechable.
Por extrañas que parezcan estas ideas, las vemos llevadas a la práctica por pueblos diversos y muy distantes entre sí geográficamente. Por ejemplo, en algunas tribus africanas, cuando un niño está enfermo, sobre todo si está aquejado de alguna enfermedad desconocida para sus padres y para el hechicero, y cuyos síntomas presentan una gran debilidad, el remedio que le aplican consiste en matar un toro o una vaca, abrirlo en canal, sacarle parte de las entrañas y meter dentro a la criatura. Después cierran la piel del animal dejando fuera la cabeza del niño, que permanece dentro del animal mientras este se mantenga caliente. (Entre los apuntes de un viejo curandero en Galicia, se ha encontrado prácticamente el mismo remedio, aunque en este caso, el animal que se usaba era una cabra).
Parece ser que lo que hace el cuerpo del niño débil y enfermizo, sediento de energía –absorber la vida que se le está yendo a chorros al animal en forma de ondas—, es lo mismo que estas entidades hacen y han hecho siempre; aunque en el caso de los dioses, estos lo hacen conscientemente, debido al gran dominio que tienen sobre la materia. En el niño, chupar esta energía es un acto inconsciente y desesperado de su organismo, para evitar la muerte; para los dioses, esta energía es solo una especie de juego o un sentimiento placentero, aunque, como ya dijimos unos párrafos atrás, posiblemente necesiten esta energía para manifestarse en nuestra dimensión. Sobre esto es mejor abstenerse de hacer demasiados matices.
Unos párrafos más arriba expresé que cuando un ser vivo –animal o planta—se desintegra de una manera rápida, la energía vital sale como en torrente y es mucho más fácilmente captable y aprovechable. Por demás está decir, que la manera más fácil y normal de desintegrar la materia viva rápidamente es mediante la cremación. Y aquí es donde tenemos que recurrir a la historia y recordar este hecho: los dioses, en todas las religiones de la antigüedad, en vez de exigir actos de arrepentimiento colectivo o alabanzas racionales por parte de sus pueblos, exigían siempre, como máximo tributo religioso, “holocaustos”, es decir, ceremonias en las que primero se sacrificaba a la víctima (humana o animal) y luego se la quemaba íntegramente, de modo que nadie podía servirse para nada de ella. Tenía que arder hasta consumirse, tal como indica la voz “holo-causto” (que viene de dos palabras griegas, que significan todo quemado. (Del libro “Defendámonos de los dioses, Ed. Algar, Madrid, 1984).
Pie de foto: Sacrificio de Isaac

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