domingo, 6 de octubre de 2013



Autor: Eduard Punset
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Claustrofobia

Por Eduardo Punset


 La persistencia de la memoria, de Salvador Dalí (Imagen: WikiPaintings).
the-persistence-of-memoryYa no hay remedio. No puede hacerse nada. El tiempo pasado estos últimos días es el que marca las tonalidades y los recuerdos más recientes. La gente ha postergado al pasado, definitivamente, lo que se vivió en verano. De los detalles, es cierto, recordamos algo; de las grandes tendencias o pautas apenas sabemos ya nada.

¿Detalles? Nunca he olvidado la noche que cené con una persona que estaba en la mesa de al lado y que, aunque nunca lo pude imaginar, acabaría conociendo como al ser más querido. Se me ha ido de la memoria, en cambio, el momento en que decidí aposentarme en aquel restaurante o el motivo por el que lo hice. Me quedaron grabados para siempre, por el contrario, el color violeta oscuro de las servilletas y, sobre todo, sus ojos grises. ¿Por qué una cosa y no otra?

Hoy en día –gracias a haberlo experimentado– sabemos que la memoria hace lo que quiere con las grandes tendencias o acontecimientos que han rodeado el evento que nos interesa recordar. En cambio, tendemos a no olvidar el detalle con una intensidad inesperada. Pero son recuerdos entrecortados en los que se mezcla la obcecación con el detalle, con los hechos inventados. No se trata solamente de que no recordemos el antes y el después, sino que nuestros circuitos cerebrales son capaces de reinventar el pasado como si hubiera sido alguna vez realidad. Hasta tal punto que no podemos fiarnos de la memoria del pasado en absoluto; solo de los detalles más ínfimos.

Es estremecedor recapitular lo poco que sabemos del cerebro. ¿Cómo se ha podido vivir tantos años sin saber nada de nada de lo que nos estaba pasando por dentro? Para descubrir algo del futuro, para encontrar trabajo, por ejemplo, se estaba convencido de que el llamado ‘coeficiente intelectual’ tenía el secreto de lo que se nos venía encima. El denominado, erróneamente, ‘coeficiente intelectual’ nos servía para determinar nuestro trabajo ideal. Han tenido que pasar décadas antes de que nos diéramos cuenta de que un porcentaje elevadísimo del paro juvenil se debía a nuestro empeño en identificar el trabajo que mejor nos convenía. Tendíamos a basar nuestras vidas y nuestro trabajo en las competencias que habían servido durante la revolución industrial, no en las que precisan en la sociedad del conocimiento.

Para encontrar trabajo hoy en día, es imprescindible dominar algunas de las disciplinas necesarias para moverse en el mundo digital, saber gestionar las emociones que mueven a la gente, conocer el entramado inicial que permita explotar a fondo la intuición en lugar de la razón y, por supuesto, descubrir cómo innovar mediante el uso de las redes sociales.

Desconocíamos totalmente el papel de las ideas y no solo de los dogmas. ¿Alguien se ha fijado en el papel sobredimensionado que han representado los dogmas en lugar de los sentimientos? La mayoría de las parejas con hijos, de las escuelas, de los empresarios estaban convencidos de que lo importante era profundizar en lo que uno supuestamente ya sabía. Ni se atisbaba la posibilidad de que competencias afines fueran más importantes que la propia especialidad.

Hoy empezamos a descubrir que la capacidad de comunicación y de empatizar con los demás tiene tanta o mayor importancia que la propia especialidad. Es totalmente necesario conciliar hoy la empatía, el afecto, con el conocimiento. Resulta que tenían toda la razón del mundo aquellos que se dieron cuenta de que los ratones que eran lamidos de forma repetida por sus madres tenían una esperanza de vida mayor que la de los ratones que no fueron lamidos por sus madres.

Es cierto que tienen su importancia la educación y salud física para el entramado mental, sanguíneo y el funcionamiento de los órganos. Pero no puede olvidarse que hay distintos modos de percibir lo que está ocurriendo; el afecto o el rechazo pueden violentar, sin que lo sospecháramos, la percepción del proceso.

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